La chica del anillo, II.

Una vez confirmado lo de las mariposas y resueltos los abrazos siguientes él parecía tener algo más, aunque fue un momento tenso para ella porque no entendía a que se debía tanta ilusión por regalar algo que él mismo había comprado. Ella seguía sentada en el mismo sitio de la cama, en la misma habitación, rodeada por las mismas paredes de gotelé blancas, no se había quitado la americana negra, su pelo seguía despeinado y no había cesado el frío de sus manos. Aunque no todo estaba igual, él no estaba sentado a su lado, había ido a buscar, a su parecer, las llaves de un piso en Gran Vía o los billetes para un viaje a Roma, el corazón le latía muy deprisa, no paraban de pasársele ideas descabelladas por la cabeza, tampoco podía controlar la risa nerviosa, la incertidumbre. De repente oye su voz desde fuera pidiéndole que cierre los ojos, 'qué típico', pensó, pero no era tan típico para ella sentirse así. Volvieron esas fracciones de segundo en las que le daba tiempo a repasar una especie de lista creándose en ese mismo momento de cosas interminables que no dejaría de hacer con él por nada del mundo, pensándolo interiormente, más nerviosa aún esperando la sorpresa. Si ella supiera... algo que no estaba en su lista repentina, algo que nadie hizo por ella nunca, algo que, por descontado, no era algo típico en la vida real, algo que marcaría un antes y un después. Una vez más.
Se retira su brillante pelo del hombro, se lo ahueca un poco, se frota las manos para templarlas, descruza las piernas, respira hondo y sonríe. Suena el picaporte junto con su maravillosa voz, piensa, advirtiendo de que no puede abrir aún los ojos. Ambos esbozan una sonrisa, él por saber todo lo que vendrá, ella por curiosidad y por ganas de alargar un poco más esa sensación de que todavía significa mucho para alguien después de todo.
Le pide que abra los ojos, ella los abre lentamente. Y ya está. No hay más llaves que las del piso en el que se encuentran, ni papeles que digan ser billetes de viaje, ni una correa para un perrito, ni un Serie 1. No.
Abre los ojos y le ve a él, al chico que le ha prometido el cielo y una copa de champán cada luna llena, en el suelo, de rodillas, con una cajita pequeña azul marino sellada con la firma de Agatha en blanco marfil y que contiene algo que supera su desconcertante lista. Tiene un anillo. No se lo cree, se lleva las manos a la boca y las lágrimas saltan a los carrillos de la cara. E precioso, de plata, en la parte superior tiene circonitas que brillan con su propia luz, por la parte de los brillantes es más ancho que por el resto del dedo y eso lo hace mucho más especial.
Él desliza el anillo por su dedo anular derecho, que por un momento pensó ser el de pedida, pero era pronto, de momento lo selló con la frase, o con la pregunta de "¿Quieres estar conmigo para siempre?", a lo que ella contestó, "Si, por supuesto que quiero".
Entre lágrimas, caricias, risas, promesas, abrazos, sensaciones que solo se conocen rozando esos labios (por si alguien lo intenta, nadie más podrá) y un apretón de manos se consumieron durante toda la tarde. Ella volvió a tener un pensamiento fugaz, "Nosotros, los que aún rotos aprendimos a amar con cada pedazo, los que aprendieron que encontrarse en otros ojos era saberse perdido para siempre..., no quiero algo si no es a su lado".

Él jamás pertenecería a ninguna lista. Nada podía compararse con lo que sentía por él. Quería pasar toda la vida a su lado.

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