Dormirás poco y llorarás más de la cuenta,

Es de noche, aunque para esta ciudad nunca llega a ser de noche del todo, tiene vida a todas horas, incluso a las y cuarto pasadas.Y pasadas pocas horas de sueño se hace de día, veo amanecer a través de una ventana, ahí, en medio de todo, formando parte de las vidas heterogéneas que componen la mañana, que le dan ajetreo, lentitud, olor, ganas, desilusión, pobreza, ánimo, interés, vida. He dormido poco y mal, muy mal, la almohada poco a poco va siendo un poco más mía, pero no puede haber cansancio, aquí creo que llevas el estrés de serie. Me esperan en algún lugar que todavía no sé como llamar, que con el tiempo iré domando y exigiendo ganas por estar en él, por demostrar, y en primer lugar, demostrarme, que puedo con todo y que no tengo límites en mi pequeña y poco amueblada cabeza. Para llegar voy en el tren subterráneo, traqueteando y lleno de muchas de esas vidas que componen la ciudad, ahora el tren también, donde describo a otros tantos, feos, guapos, malolientes, cansados, extranjeros, viejos, chinos, muchos chinos, malditos chinos, dominarán el mundo. Bueno a unas cuantas paradas hacia allá parece verse el final del trayecto, no deja de haber ruido en ninguna parte. Ahora ya veo caras conocidas, ¿que bien sienta, eh? ver que tantos como tú están también empezando de cero y también se alegran de verte, aunque no haya un saludo, hay calma interior "no estoy sola". Y por supuesto, llueve. El día transcurre, tanto en tiempo real como en historias que invento de las caras nuevas a mi alrededor pensando quienes podrán ser y que les ha llevado a estudiar lo mismo que yo. La desconocida de ojos saltones del primer día, ya tiene etiqueta de amiga, y vuelve a haber calma interior, "no estoy sola".
Acaba la jornada, y la vuelta a casa es parecida a la venida, salvo que ahora tengo un porcentaje mayor de agobio por haberme dado cuenta de todo lo que aún no sé, y debo saber. Y llego a la casa, que poco a poco va siendo mi casa.
La tarde entre esquemas mentales y organización de papeles y agendas va tirando, hasta que dan las y cuarto pasadas, el momento más esperado del día, de tantos días atrás que por fin se ha hecho posible, los besos en esta ciudad, no sé como me lo imaginaba desde fuera y sin saber lo que me esperaba aquí, pero es delicioso y no hay placer mayor que pasear por estas aceras con sus dedos entrelazados con los míos viendo su mejilla derecha por el rabillo del ojo cuando ya no llueve a través de una luz entre nube y nube, salvando el amor. El ruido sigue conmigo, y con él, y con todos aquí, es así, estamos vivos, no lo podemos evitar.

Y sé que un día sin más no existirá otra ciudad, porque no la hay.

A la deriva.

Desengáñame otra vez, sácame de la publicidad barata de las películas de amor imposible, de las habladurías de la gente sobre su falso amor, trae a mi las noches que tanto me gustan, vuelve a mírame a los ojos como si nunca los hubieses visto, como si nunca te hubieses visto reflejado en ellos ni los hubieses inundado de lágrimas de felicidad, y dime que jamás volverás a desvestirme con ellos, que he perdido y que es el tiempo quien ha ganado, como con el resto. Que no seremos más que un recuerdo cada día más borroso,  huellas en la arena de aquella playa que nuevas olas no dejan de borrar. Dime que jamás me dirás que no fui tanto para ti, que nunca fui tan importante, que en realidad, puede que ni llegases a sentirme. Dime todo eso una y mil veces más. Jamás lo creeré.

La chica del anillo, II.

Una vez confirmado lo de las mariposas y resueltos los abrazos siguientes él parecía tener algo más, aunque fue un momento tenso para ella porque no entendía a que se debía tanta ilusión por regalar algo que él mismo había comprado. Ella seguía sentada en el mismo sitio de la cama, en la misma habitación, rodeada por las mismas paredes de gotelé blancas, no se había quitado la americana negra, su pelo seguía despeinado y no había cesado el frío de sus manos. Aunque no todo estaba igual, él no estaba sentado a su lado, había ido a buscar, a su parecer, las llaves de un piso en Gran Vía o los billetes para un viaje a Roma, el corazón le latía muy deprisa, no paraban de pasársele ideas descabelladas por la cabeza, tampoco podía controlar la risa nerviosa, la incertidumbre. De repente oye su voz desde fuera pidiéndole que cierre los ojos, 'qué típico', pensó, pero no era tan típico para ella sentirse así. Volvieron esas fracciones de segundo en las que le daba tiempo a repasar una especie de lista creándose en ese mismo momento de cosas interminables que no dejaría de hacer con él por nada del mundo, pensándolo interiormente, más nerviosa aún esperando la sorpresa. Si ella supiera... algo que no estaba en su lista repentina, algo que nadie hizo por ella nunca, algo que, por descontado, no era algo típico en la vida real, algo que marcaría un antes y un después. Una vez más.
Se retira su brillante pelo del hombro, se lo ahueca un poco, se frota las manos para templarlas, descruza las piernas, respira hondo y sonríe. Suena el picaporte junto con su maravillosa voz, piensa, advirtiendo de que no puede abrir aún los ojos. Ambos esbozan una sonrisa, él por saber todo lo que vendrá, ella por curiosidad y por ganas de alargar un poco más esa sensación de que todavía significa mucho para alguien después de todo.
Le pide que abra los ojos, ella los abre lentamente. Y ya está. No hay más llaves que las del piso en el que se encuentran, ni papeles que digan ser billetes de viaje, ni una correa para un perrito, ni un Serie 1. No.
Abre los ojos y le ve a él, al chico que le ha prometido el cielo y una copa de champán cada luna llena, en el suelo, de rodillas, con una cajita pequeña azul marino sellada con la firma de Agatha en blanco marfil y que contiene algo que supera su desconcertante lista. Tiene un anillo. No se lo cree, se lleva las manos a la boca y las lágrimas saltan a los carrillos de la cara. E precioso, de plata, en la parte superior tiene circonitas que brillan con su propia luz, por la parte de los brillantes es más ancho que por el resto del dedo y eso lo hace mucho más especial.
Él desliza el anillo por su dedo anular derecho, que por un momento pensó ser el de pedida, pero era pronto, de momento lo selló con la frase, o con la pregunta de "¿Quieres estar conmigo para siempre?", a lo que ella contestó, "Si, por supuesto que quiero".
Entre lágrimas, caricias, risas, promesas, abrazos, sensaciones que solo se conocen rozando esos labios (por si alguien lo intenta, nadie más podrá) y un apretón de manos se consumieron durante toda la tarde. Ella volvió a tener un pensamiento fugaz, "Nosotros, los que aún rotos aprendimos a amar con cada pedazo, los que aprendieron que encontrarse en otros ojos era saberse perdido para siempre..., no quiero algo si no es a su lado".

Él jamás pertenecería a ninguna lista. Nada podía compararse con lo que sentía por él. Quería pasar toda la vida a su lado.

La chica del anillo, I.

Está bien, te contaré esa historia, pero tienes que estar muy callada para no distraerme y que así pueda acordarme de todos los detalles ¿de acuerdo?
Se encontraba en una habitación pequeña, sencilla, con paredes blancas y una puerta de madera con picaporte dorado. Era por la mañana, sobre las doce menos veintitrés, pero cualquiera hubiera apostado por las ocho de la tarde por la falta de luz. Estaba sentada en el borde de la cama, con la pierna derecha sobre la izquierda, con las manos un poco frías pero colocadas de manera cálida sobre las sábanas, éstas también blancas sin contrastar con la pared, pero con algún matiz en escala de azules básicos. Su pelo, algo alborotado por el viento de afuera caía sobre sus hombros tapando las solapas de la chaqueta americana negra que vestía. Sus ojos, de color marrón miel, desprendían brillo, sosiego y ternura, aunque en un plano general incluyendo su bonita sonrisa podrías adivinar que no estaba sola. Junto a su mano derecha podían apreciarse otros nervios, otras piernas, otras manos, otro cuerpo... No, no estaba sola.
El de los vaqueros oscuros era él, un chico de pelo oscuro, nariz definida y delicada, ojos negros como el azabache y unas pestañas largas y bonitas. En la mejilla izquierda tenía tres lunares formando un triángulo, y el conjunto de este segundo rostro acompañaba muy bien al de ella, aunque sus ojos parecían emocionados por algo, algo que no supe adivinar hasta mucho rato después.
Se apretaron muy fuerte la mano, se juntaron un poco más, se dieron un abrazo que parecía casi de despedida por la fusión que se creó entre ellos en fracción de segundo y se besaron, se besaron durante mucho rato, como los besos de los personajes de tus cuentos.
El álbum de fotos que él sujetaba en las manos se lo pasó a ella y le pidió que leyera las páginas. Y así, durante los casi treinta y tres minutos siguientes, miraron y leyeron ese álbum. Él le hacía alguna caricia de vez en cuando y ella, de reojo, le miraba para confirmar que no tenía ninguna intención de ahogar todas esas mariposas que sin saber cómo, brotaban de su estómago.

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